A la ciudad se le pararon los relojes, se le escapó la
lógica que ordena la vigilia y el sueño para fundirse en un arrebato de
sentimientos, rezo y deleite, sin la sombra de la prudencia ni la contención.
Como si hubiesen escuchado las palabras del Señor de la Oración en el Huerto:
«Velad y orad para no caer en tentación». Como si hubiera que acompañar con la
Virgen de las Angustias al Hijo muerto antes de enterrarlo. Como si el aria de Puccini
se hubiera hecho sacra y al conjuro de aquel «Nessum dorma», que anuncia
victoria los amantes de las cofradías y los cristianos activos hubieran partido
peras con el cansancio para no poder dejar de admirar lo que tenían delante de
los ojos, sin las cortapisas de pensar en retrasos. Un sueño hecho realidad
para los despiertos.
La vuelta a casa de las cofradías que participaron en el Via
Crucis Magno fue larga y gozosa, con demora pero también con calles llenas,
hasta el amanecer, pero con las imágenes arropadas por el entusiasmo, en una
madrugada insomne que la ciudad se debía a sí misma, aunque se quedara en las
mismas puertas del alba. «Nessum dorma», decía la canción, ahora sagrada, que
hacía olvidar que las cofradías salían de la Catedral con dos horas de retraso,
ya pasado el 14 de septiembre y bien llegado el nuevo día que tendría sabor a
casi Semana Santa soñada.
La plaza de la Compañía recibió al Santo Sepulcro al filo de
las dos de la madrugada, sin alterar la severa ternura con que se acunaba al
titular, y más o menos por aquellas horas el Señor de Pasión estaba de vuelta
en su barrio. Poco después volvían el Cristo del Amor y el del Descendimiento
hacia sus barrios por el Puente Romano, cerrado poco antes y hasta entonces un
simple espectador de lujo de un día para la historia.
Pero la noche era de relojes parados, cerrada a las señales
de la luna para no pensar en la hora ni en lo que faltaba para que tanta
belleza y emoción se esfumara. Si había sido riada de gente hacía pocas horas,
por la tarde, la calle de la Feria era otra vez mar de cabezas que no podían
creer, aunque supieran lo que tenían delante, la rápida procesión de tantas
imágenes en tan poco tiempo. El Señor de la Redención, a paso ligero, de vuelta
al barrio que esperaba. El Rescatado, grave y solemne, ahora con la agrupación
musical Cristo de Gracia, entusiasmada de acompañar al venerado Cautivo. Un
poco más allá subía Jesús Caído, en la zona más oscura y misteriosa de una
calle donde los naranjos crecen lo mismo para ofrecer azahar que para nublar
las farolas y dejar en penumbra los sitios para embellecer a las cofradías.
«Nessum dorma», seguía diciendo el mandato. «Velad y orad», repetía Jesús
Caído, ahora de la mirada entristecida, lo que había recordado poco antes en el
Huerto.
Nadie dormía tampoco en el cruce con la calle Cardenal
González, donde llegaba con toda majestad el misterio de Humildad y Paciencia.
Se recreó en el giro al son de la música y quien hubiese llegado un poco más
tarde debía tener cuidado con no molestar a los que aguardasen durante mucho
más tiempo. Hacia Lucano, de camino a San Pedro, se dirigía, con toda
melancólica elegancia, el Cristo de la Expiración, estrenando el faldón frontal
bordado.
Precisamente allí, cuando no se veía terminar el río de gente,
había quién miraba el reloj y veía que eran las tres de la mañana, y una voz
decía de inmediato que no importaba.
Bandera de victoria
El Señor Resucitado caminaba, agitando una sábana blanca que
parecía bandera victoriosa, acunado por la espectacular trompetería de la
banda, y en Córdoba nadie dormía, como en la noche en que se hizo realidad lo
que representa. La concentración se despejaba, pero no el público con las
cofradías. «Nessum dorma».
El Cristo del Remedio de Ánimas siguió por Lucano camino de
casa, convocando una madrugada mucho más íntima. Al subir sin concesiones la
calle de la Feria, «Amarguras» arropaba el llanto de la Virgen de las
Angustias, que levantaba comentarios de admiración entre los muchos visitantes
de fuera de la ciudad. Entró en San Pablo un poco antes de las cuatro de la
madrugada, casi al mismo tiempo en que Jesús de las Penas pasaba ante Ella para
buscar la calle de San Pablo y la entrada en San Andrés. Estampas imposibles
que habrá guardar porque nadie sabe si repetirán alguna vez.
Había entrado con sobriedad la Sentencia poco antes, hacia
San Álvaro iba el misterio de Humildad y Paciencia, y a pocos metros llegaba la
Reina de los Mártires, la última en salir, radiante de belleza y de alegría,
intacta en las rosas y la cera rizada, mientras las cornetas le cantaban con la
misma emoción que los flecos de bellota de todas las Madrugadas. Se agotaba el
Via Crucis Magno y nadie parecía querer. Llegaban noticias: el Resucitado
entraba a las cuatro y media, la misma hora de la Redención. Jesús Caído, a las
cinco y diez, más o menos cuando San Hipólito recibía a su Dolorosa bajo palio
y la Expiración buscaba San Pablo. Se hacía Miércoles Santo en los jardines de
Colón. El Señor de la Humildad y Paciencia visitó su fuente y entró al filo de
las seis de la mañana, pero no hubo asomo de desfallecimiento. El aria sacra lo
decía al final: «Al alba venceré».
Luis Miranda - Diario ABC de Córdoba 16/9/2013